Llegó a la pequeña ciudad de Sinfonía una calurosa tarde del primer día de Agosto.
Las
damas del lugar reunidas en la plaza de Do Mayor paseaban bajo los
antiguos soportales luciendo peinados y vestidos acordes con las últimas
tendencias de París o Londres. Sus niños magníficamente ataviados
tenían modales tan rebuscados como los de sus madres que se encargaban
de reforzarlos con miradas aprobatorias o no.
Los hombres sufrían
bajo las camisas y chaquetas los efectos de las altas temperaturas
secando el sudor de sus frentes con blanquísimos pañuelos sin intervenir
en las recriminaciones maternas.
Los jóvenes y las muchachas
sopesaban por el atuendo, actitud y gasto en las mesas que ocupaban ante
sorbetes, helados o refrescos, el nivel económico de cada quien.
Pero
desde que había llegado ese caballero de las extrañas botas, el ritmo
de la ciudad había cambiado, ya no era la ciudad armoniosa de siempre.
Las
muchachas se esmeraban en competir con tocados y joyas para seducir a
ese apuesto joven que se alojaba en la fastuosa mansión, desocupada
hasta entonces.
El duque - al fin se supo que lo era - llegó a la
plaza caminando sobre sus relucientes botas, luciendo su estampa
atildada pero sin afectación, saludando a diestra y siniestra con gran
sonrisa. Él sabía que saludaba a la parte buena y mala de cada uno, por
eso inclinaba dos veces la cabeza a la derecha y una a la izquierda.
Al instalarse en la mesa pidió agua tibia entregando un pergamino enrollado al lacayo que siempre lo acompañaba.
En la plaza de Do Mayor se hizo un profundo silencio al ver que el criado lo desplegaba y se disponía a leer.
Al entonar las palabras su voz fue brillante:
El que quiera concurrir
el día treinta a la mansión
a las diez debe asistir,
con suma puntualidad…
Un
crescendo de agudos femeninos fue apagado por los golpes rítmicos que
el Duque daba con el vaso en la mesa. Se hizo silencio y el criado
prosiguió:
Puesto que habrá colación
se les ruega anticipar
cuántos han de concurrir
a esta inauguración.
Para ello una tarjeta
con su nombre entregarán
para ponerla en la mesa
que el Duque designará.
Entonces
se escucharon diversas expresiones: brillantes, con misterio, con
dolore, capriccioso, maestoso, flebile, patético, pomposo, con fuoco…
Voces femeninas y masculinas, jóvenes y mayores, todos al unísono,
fuerte o suave, moderato o alegre, vivace o andante, en acordes
disminuídos o aumentados, modulando tonalidades que formaban un todo
enarmónico.
Los cristales de negocios y casas acompañaban con
trémolos y trinos ese fraseo incesante. Tal era la intensidad de los
comentarios que nadie advirtió que el caballero de las botas azules se
retiraba prestísimo de la plaza que lentamente fue quedando vacía.
Al
día siguiente gran parte de los vecinos de Sinfonía acudieron al banco,
otros al prestamista. Varios fueron a vender algunas pertenencias,
todos para estar a la altura de tan importante invitación.
Las mujeres
no hablaban más que de lo que se pondrían, preocupándose muchísimo por
el atuendo de las hijas casaderas. Las más adineradas viajaron a París o
Londres a comprar telas y accesorios. (Danny Speas-1999)
En
tanto unos hombres consultaban a zapateros especializados a fin de
conseguir unas botas iguales o por lo menos parecidas a las del duque,
otros fueron con sus mujeres a Alemania y algunos viajaron a Italia por
el original calzado. Fue inútil, ninguno pudo saber de qué material eran
y como lograr ese color tan especial.
Hubo quien se coló en la
mansión para averiguarlo, aunque no pudo llegar hasta el armario que
guardaba el preciado secreto. Contaba, eso sí, que el lugar era de
ensueño; las habitaciones tenían las paredes tapizadas de blanco con
arabescos en rojo y oro. Los sillones y elementos eran rojos con
detalles invertidos que hacían un efecto impactante.
Dijo que el
jardín era inmenso con frescas glorietas donde se enredaban rosas de
todo tipo, olor y color. Había además un gran lago artificial que se
atravesaba por un puente cubierto de glicinas en flor que perfumaban el
lugar.
Ese quien - panadero de Sinfonía - narró todo ello con lujo de
detalles a los que estaban interesados, no sin antes recibir una cierta
cantidad “por su riesgosa osadía”.
Una vez saciada la curiosidad y llena
la caja convino con su mujer y sus hijas que emplearían lo ganado en
renovar el local, la maquinaria y por ende los productos de su
panadería.
La pequeña ciudad era todo preparativo, las modistas
estaban atareadísimas, las señoras malhumoradas por los retrasos, los
zapateros nunca habían hecho tantos pares de botas y de formas tan
variadas, las peluqueras se afanaban transpirando al calor de planchas y
planchitas para pelo en diversas pruebas de peinados y maquillajes. Así
todos los negocios del lugar vieron un gran incremento en las ventas
que supieron aprovechar muy bien.
Llegó el día treinta y en Sinfonía
todos los habitantes del pueblo que se veían acicalados, emperifollados,
enjoyados y calzados a la última, acudieron puntuales a la mansión.
Cada
uno ocupó la mesa con su nombre. Estas eran rojas como las sillas y la
vajilla blanca tenía filetes de oro. Estaban ubicadas bajo unos enormes
stores de seda blanca que unidos en una alta punta formaban un
pararrayos fosforescente. El piso del mismo color estaba unido a los
laterales de la tela completando el decorado que los aislaba totalmente
del exterior.
Todos elogiaron el detalle, por si hacía mal tiempo.
No
se oía ningún ruido. Cuando todos estuvieron ubicados, sonó una hermosa
música acorde al nombre de la ciudad. Enseguida se encendieron las
luces hasta deslumbrar. Los convidados estaban expectantes y mudos.
Entonces apareció el criado anunciando que el caballero de las botas
azules había tenido un inconveniente y que se retrasaría un poco por lo
que les rogaba lo disculparan. La gente asintió sin hablar.
Cuando
había pasado otra hora algunos empezaron a quejarse suavemente por la
descortesía del Duque. Las madres y las hijas pedían silencio a sus
respectivos maridos y padres y contenían las ganas de probar los
exquisitos manjares y bebidas que había sobre las mesas.
Pasó una
hora más cuando el criado anunció a su señor. Este apareció sencillamente
vestido con una gran caja en las manos. Venía sin calzar. Saludó
sonriendo.
La gente desconcertada no atinó siquiera a contestar. Con
breves palabras agradeció su presencia y los invitó a comenzar con el
festejo.
Las delicias atraían a todos pues había platos nunca vistos.
Mientras tanto el duque abrió la caja extrayendo de ella las curiosas
botas azules, las mostró a los concurrentes que las miraban maravillados
pues brillaban más que nunca. Pasaba entre ellos sosteniéndolas en
alto.
Cuando concluyó de mostrarlas las soltó y ante el asombro de
todos, las botas revolotearon de mesa en mesa, evitando ser tocadas por
los más ávidos. Luego comenzaron a elevarse lentamente hacia la parte
más alta del curioso salón, hacia el pararrayos tan fosforescente como
las propias botas.
Las cabezas hicieron lo mismo. La sinfonía que antes escuchaban se hacía cada vez más suave.
Estaban
tan embelesados mirando las maravillosas botas brillando en lo alto,
que no sintieron como la carpa se elevaba hacia el infinito llevándolos
lejos de la ciudad de Sinfonía.
(Este cuento está inspirado en un maravilloso cuento de Rosalía de Castro)
Lo publiqué en el blog hace varios años, pido disculpas a los que ya lo leyeron, pero es el hecho que no puedo leer todavía, así que tampoco escribo.
La literatura es imaginarse o querer averiguar lo que está al otro lado: más allá del umbral de la habitación, detrás de la puerta entornada que nuestra mano empujará o de la puerta cerrada con una llave que tal vez nos estará prohibido buscar; al otro lado de un río, detrás de una silueta azul de montañas...
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