
Hacía horas que el anciano remaba inútilmente. La fuerza de la corriente era superior a la suya. Se había aventurado más allá de sus límites al ver flotando ese pequeño cuerpo que ahora dormía profundamente en el fondo de la barca. Era un niño de unos diez años, muy delgado, de tez negra. Lo recogió rendido y hambriento ya sin fuerzas para seguir nadando. Ahora dormía respirando con dificultad.
A pesar de haberlo cubierto con su chaqueta se notaba un pequeño temblor en su cuerpo. A ratos, le daba de beber de su cantimplora, pocas gotas, que esos labios gruesos y resecos sorbían levemente. Cada tanto, el negrito abría los ojos mirando con desesperación a su alrededor. Él trataba de calmarlo, aunque también estaba inquieto, pues la inmensidad del mar no le dejaba ver el puerto de su aldea.
La niebla que caía sobre el mar los fue invadiendo y lentamente la noche se cerró sobre ellos. Guardó cuidadosamente los elementos de pesca, ajustó los remos atándolos con la soga de amarre, y se dispuso a dormir. El niño negro parecía formar parte del paisaje . Al rodearlo con sus brazos, tuvo la impresión de abrazar la noche. Estremeciéndose lamentó no haber traído más abrigo. El cielo se había despejado y la luna, apenas creciente, rolaba en el mar en su nocturna danza. Infinitos pozos oscuros rodeaban las estrellas. No supo si se durmió mirándolas o porque ellas lo miraban a él.
Llegaba el día y la luz del amanecer producía destellos luminosos en la superficie. A lo lejos, solo el horizonte rosado presagiaba un hermoso día de sol. El anciano lamentó no haber puesto más provisiones, buscó la botella, bebió un pequeño sorbo de agua y mojó los labios del niño que se despertó confortado por el descanso y el calor del abrazo nocturno. Sólo se oía el ruido del agua.
El viejo preguntó su nombre, él sólo respondió:
- "Soy del reino de las Dunas"
Desplegaron la caña poniendo en el pequeño anzuelo largas lombrices.
El negrito dijo:
- "Tengo mucha hambre" -
El viejo le alcanzó la botella que ya estaba en mínimos. Mientras, expertamente lanzó la línea que hendía el aire con silbido de látigo y caía al mar. Estuvieron así varias horas. El agua se había terminado. El viejo juntaba fuerzas, también tenía sed... y hambre.. Ahora era él el que se estremecía por momentos. Ante ellos sólo el cielo y el sol.
Juntó un poco de agua en la botella con la esperanza de que al asentarse perdiera parte del salitre. Lo empezó a invadir un gran sopor, le dijo al niño lo que debía hacer si se dormía. El negrito remaba débilmente hacia el norte, lugar donde se suponía que encontrarían la playa.
El viejo pescador despertó. Sus ojos extraviados tenían una extraña luz febril. Recogió el sedal. Vio un pez muy brillante colgando del anzuelo. Cuando lo quiso recoger, el pez se desvaneció en el aire. Sus manos delirantes se cerraban sobre sí mismas. Así una y otra vez. El niño miraba sin comprender esas maniobras desesperadas apretando el vacío. Asombrado, asustado y apenado, le dijo que lo haría él. Intercambiaron elementos, el viejo parecía ido. Con sus manos toscas y monótono gesto agarró los remos, repetiendo como en una letanía....
-"No los dejes ir.." "No los dejes ir.."
El muchacho tiró nuevamente la línea esperando el pique, pero no sucedía nada mientras el pescador con el torso y la cabeza vencidos, aferrado a los remos se adormecía susurrando:
-"..No los dejes ir...No los dejes ir.."
Pasó el tiempo. Medida de tiempo sin medida. Sólo el sonido del agua al chocar bajo la barca. Los remos, atados por el niño, flotaban mostrando las vetas ajadas por el tiempo, tiempo sólo definible por el paseo semicircular del sol que con su llegada al cenit, desparramaba brillo y color en verdes, malvas, rosados, azules y amarillos. Resplandecientes, brillantes... brillantes... brillantes...
El niño hipnotizado miraba fijamente el agua, ola tras ola, gota tras gota, sal sobre sal. Sus ojos veían la textura de la arena... Infinitos granos y más granos de interminable arena....
Entonces comenzó a gritar:
-"..¡ Arena..!¡Arena..!"
Despertó el viejo, al tiempo que escuchaba el cuerpo tirarse al agua. Al darse vuelta, vio al niño de espaldas, chapoteando con desesperados gestos, mientras seguía gritando:
-"!Arena... Arena..!
Tenía la mirada fija, el contraste del rostro negro con el blanco de los ojos desorbitados, lo impresionaba. Le costó convencerlo de que subiera a la canoa. Ésta se bamboleaba peligrosamente. Al fin lo arrastró, chorreante y jadeando. Cayó dentro de la canoa en éxtasis, desparramando los fétidos gusanos que el niño veía como infinitas hormigas y que en su delirio, quería pisotear con fuerza inusual para su estado.
El viejo lo abrazó fuerte, hasta lograr que se calmara. Así quedó inmóvil tirado sobre el fondo mojado de la barca. Esta se fue estabilizando como meciéndolos en una cariñosa cuna.
Cada tanto se oía el susurro del negrito:
-
"...Arenaaa...Arennaaa...."
El pescador en un último intento pone varios gusanos destrozados en el anzuelo y eleva su mirada implorante al cielo.
Ahora es él quien aprecia los verdes, rosas, amarillos, blancos, azules, todos los colores y matices del mar, del cielo, resplandecientes bajo la luz del sol.
Tira la línea lo más lejos posible. El sonido del mar se convierte en un silencio aplastante, imponente y lo envuelve en la atrapante magia de la naturaleza.
La caña oscila, el niño despierta al escuchar su roce sobre la madera de la barca. Se miran. La sostienen esperanzados. Mano sobre mano, negro sobre blanco, blanco sobre negro.
Recogen el anzuelo. Asombrados y desfallecientes, ven un pez que trata de zafarse de su cautiverio. Brilla al sol, una chorreante estela de agua cae de su cola al mar. Lo recogen con seguridad y delicadeza. El pez es real.
Los rostros expresan alegría, desesperación, ansiedad. La presa está atrapada, sólo queda distribuirla entre los dos. El viejo lo limpia con su navaja y el mar recoge los despojos, aunque le preocupa el hecho de que esos restos puedan atraer algún pez contra el que no se puedan defender.
Devoran más que comen esa carne salada y suave,mastican incluso algunas espinas. Luego el pescador vuelve a su caña. Aún hay unas pocas lombrices, deshechas y malolientes, pone algunas en el anzuelo, posiblemente pique otro...
El negro empuña los remos con renovada energía. Se oye el sonido rítmico al penetrar en el agua. Se ve la pequeña estela del decidido avance. Cruje la madera en cada movimiento.
El niño grita:
-!"Arena, Arena..! ¡Las Dunas!"
Su grito es ronco, estentóreo. Hay agitación en el bote, que se bambolea a cada salto del niño. El desaliento invade al anciano que gira su cansado y encorvado torso mientras piensa:
-“No delirio otra vez...Nooo...”
El brazo color ébano señala firme hacia lejanas aves marinas revoloteando como cometas sobre raras embarcaciones alargadas. Hay puntos móviles color oscuro en rutinaria tarea pesquera.
Mientras el niño y la barca se agitan en alegre bailoteo, el viejo divisa con asombro como dibujadas en el cielo azul, lejanas dunas que no conoce.
Rosa Favale 12-12-02