Algunas volaban, otras jugaban a la ronda formando un
círculo que hacía un pequeño cráter en el centro, otras iban y venían, algunas
estaban quietas. Todas en distintos tonos de amarillo hasta el marrón que
no era dorado, era gastado, en algunas veteado, en otras tirando al rojizo,
algunas bordó.
En ese conjunto el silencio también se vistió de fiesta
con sonidos leves, desde el chistido breve formando intervalos apenas
perceptibles hasta un lamento de despedida cuando se partían debajo de pisadas
de distraídos caminantes, o del puntapié de algún niño.
Y allí la vi. Nació a destiempo. Justo cuando las mayores
se desprendían porque la estación lo indicaba y así el árbol pudiera
guardar energías y savia para renacer al cabo de unos meses.
Ella nació, pero tuvo que desprenderse obedeciendo el
mandato de años.
Y la tomé entre mis manos, haciendo un hueco para no
lastimarla, para acompañarla en su natural decadencia.
Estuvo frente a mí varios días, se sintió querida,
fotografiada y dada vuelta con cuidado. No sé si sabría cual era su final,
seguramente no.¡ Era tan pequeña y tan perfecta! No la quise poner entre las
páginas de un libro y allí mismo, sobre esa página blanca que puse en el
escritorio se fue ajando, secando poco a poco.
Como en muchos órdenes de la vida todo lo que nos rodea
se va ajando, gastando, muriendo.
Recordaré siempre, como recuerdo todo lo perdido, a esa
pequeña hoja.
Me alegró tenerla y me dolió perderla.
También tuve que desecharla...
El otoño como cualquier estación del año nos da ejemplo
de reposo o de prepararse para él.