Llegué puntualmente a las 8 de la mañana. Estábamos en la explanada del Convento de Santa Gema, a las afueras de Coruña. Era día de elecciones, primeras elecciones en España. Sólo había dos mesas con los correspondientes delegados de cada partido. No hacía falta más para tan pocos habitantes. Un minúsculo habitáculo cercano a cada mesa en el que había dos sillas era el cuarto oscuro. En las sillas estaban las papeletas de cada partido y una cortina corrediza daba privacidad a la votación.
Hice entrar a cada delegado para certificar la corrección de todo, comprobé los libros y listas de los votantes, y entonces nos sentamos dignamente a comenzar las tan deseadas elecciones después de años de Franquismo.
Pues sí que la tarea fue continuada. Faltó el apoderado y yo como interventora no podía dejar la mesa más que para ir a hacer pis, lo necesario, ni un pis de más- Las monjas iban y venían en absoluto silencio. Se daban cuenta de lo que faltaba y lo traían diligentemente retirándose luego con una pequeña inclinación del torso.
¡Cuánto agradecí que no lloviera! ¡Que ni siquiera lloviznara! Galicia
nos premiaba con un hermoso sol de junio, prólogo delicioso del verano.
A las nueve empezaron a llegar los votantes más madrugadores. Había una gran ansiedad en la gente del pequeño pueblo. Todo se desarrollaba con normalidad y alegría. Sólo faltaba el Apoderado.
- Pueden quitarse las chaquetas – pero muy circunspectos y conservadores respondieron:
- Hace menos calor así. -
Las monjitas que acababan de traer más agua y blanquísimas servilletas los miraron con aprobación.
Otra vez aparecieron nuestros ángeles de piedad. Esta vez traían sombreros de paja de los que usaban en arreglar la huerta, insistiendo en que nos los pusiéramos. Faltaban dos, yo cedí el mío y el joven catedrático hizo lo mismo. Los dos nos reíamos del aspecto de nuestros compañeros y ellos se reían entre sí, pero ninguno se lo quitó.
Las monjitas con sus hábitos negros y sus cofias blancas se privaban de hacerlo esforzándose por estar serias, cosa que despertaba más la hilaridad.
- ¡Qué mesas parranderas. !- Cada
detalle hacía que volviéramos a reír, aunque quisiéramos reprimirnos ante lo
serio del momento que nos tocaba vivir en la historia de España.
Cambiaron las monjitas por otras, pensé que irían a comer. Trajeron más agua y cambiaron nuestras servilletas por otras impecables ya que casi todos nos secábamos el sudor con ellas.
Ya faltaba menos pensábamos todos, cuando un guardia civil interrumpió la tranquilidad diciendo alterado.
- ¡Hay que
levantar! ¡Avisaron que hay movida y tenemos orden de trasladar todo a la
cuadra!
“¡De la que se zafó el apoderado!”, Pensé.
Vinieron más policías y guardias municipales que quedaron custodiando el portón de la entrada al convento.
La madre superiora habló por lo bajo con las monjitas que se pusieron a limpiar el espacio que habíamos dejado libre. Las otras que habían vuelto de comer despejaban diligentemente la cuadra de los fardos de pasto que apilaban contra la pared del fondo. También se cerraron los amplios portones del galpón.
Todo fue una falsa alarma. Solo vinieron los últimos votantes. Hubo un respiro pues ya pudimos abrir las enormes puertas corredizas. Con el revuelo algunos estábamos con los sombreros puestos. Les avisé y se los quitaron, yo me quité la pamela y así seguimos la tarea. Al fin, terminamos.
Para hacer el escrutinio cerramos nuevamente las puertas del galpón. Pronto nos iríamos a casa. Hasta ahora el Apoderado no había aparecido así que la responsabilidad era completamente mía. La Madre Superiora me sugirió que dejara tres monjitas de su máxima confianza y absoluta discreción por si necesitábamos algo. Después de consultar con los demás asentí, por lo que quedaron en un rincón, de pie y con la cabeza inclinada, siempre mirando al piso.
Mientras yo me decía: -Ya está todo listo -
Pero no; había más... ¡Había mosquitos! ¡Y tábanos! Mosquitos y tábanos que al cerrarse las puertas se ensañaban con nosotros dejándonos ronchas enormes. Todo era rascarse y más ronchas, y la alergia de las chicas. Era desesperante. No nos alcanzaban las manos para hacer todo. Golpe va, papeleta viene, y así rascándonos y trabajando, cumplíamos con nuestra patriótica misión.
Las monjitas pidieron permiso para salir. Al volver traían sábanas. Las mujeres envolvimos nuestras piernas en ellas. Yo me puse otra sobre los hombros. Pero a pesar de todo todavía teníamos capacidad para reírnos de la nueva situación.
Fue cuando la Madre Superiora apareció con una bandeja de cuadraditos de tarta de maíz cubiertos de azúcar impalpable y canela.
Creo fervorosamente que las monjas fueron las auténticas heroínas de ese día de votaciones. Nosotros tuvimos cuasi una Antígona, ellas mitigaban la tragedia cómica constantemente atentas a nuestras necesidades y sufrimientos a lo largo de ese día de votaciones.
Al fin vino la policía a recoger las urnas. Había que llevarlas al Palacio de Justicia.
Nos
dijeron:
-Señores ahora hay que proceder al quemado de las papeletas-
Era la costumbre de antes. Procedimos a conciencia. ¡A ver si ahuyentábamos a los mosquitos! Pero los únicos asfixiados éramos nosotros, que llorábamos por el humo de las papeletas, mezclados con olor a heno y deposiciones de los animales que alojaban en la cuadra.
Allí vimos salir a nuestras piadosas cuidadoras que volvieron trayendo cubos de agua y toallas impecables para enjuagarnos los ojos. El resto lo usaron para apagar los últimos rescoldos, cosa que levantó otra nube de humo con restos de papeles hechos ceniza. Algunos volaban y se posaban en nuestros cuadraditos de tarta de maíz.
Ahora solo quedaba ir al correo para notificar los resultados por telegrama.
Fuimos
en la camioneta de la policía. Custodiando las urnas estaba la señora delgada
de la otra mesa, menos picada por los mosquitos que todos ¿Ventajas de ser
flaca? También venía el señor rengo de mi mesa con los ojos colorados como si hubiera bebido
y yo, que no dejaba de rascarme las tremendas ronchas rojas que tenía en
brazos, piernas y cuello.
Afortunadamente
no me volvió a tocar estar en una mesa nunca más...
A la
memoria de Bety Ortiz mi gran amiga de La Coruña