
El paseo se extiende varios metros más allá del puente. Éste lleva al Castillo de Santa Cruz que contrasta cada vez más sobre las aguas. Está situado en una isla suspendida curiosamente en el mar, que sigue creciendo tranquilo invadiendo sin olas la orilla. Dudo en llegar hasta el final del paseo, la arboleda se cierra bajo el oscuro cielo. El espectáculo es un poco inquietante pero aún así, bonito.Veo a la pareja que sigue por el paseo dirigiéndose a su destino de besos y caricias. El hombre que va delante dobla hacia el puente.
Imagino el espectáculo que brindará el mar del otro lado. La noche es serena y clara. No sin cierta inquietud, yo también voy hacia el puente. Son trescientos metros de maderas carcomidas por el salitre y el tiempo, en las que los pasos del que va delante resuenan aumentando la dimensión de su sonido. Mis propios pasos me sobresaltan, quisiera que su sonido se apagara, pero no es posible. Otros pasos se suman taladrando el silencio circundante.
Ahora son seis golpes graves. Delante son lentos, los míos suenan indecisos, los de atrás de ritmo rápido, decidido, fuerte. Solo el mar sigue leve, monótono, constante.
El castillo está cubierto en su mayor parte por arbustos, enredaderas y árboles que lo superan en altura, recortándose sobre el cielo. El hombre se pierde por la izquierda sumergiéndose en la oscuridad. Magnolios y cipreses dan un aspecto sombrío a ese camino. Decido ir hacia la derecha, donde las luces de las cafeterías de la lejana orilla me brindan un símil de seguridad.
Al pisar tierra, el silencio repentino de mis pasos acentúa mi inquietud. Mientras camino cerca de las peñas observo varios metros más abajo el mar, calmo. El camino es estrecho, no oigo los pasos de la mujer, imagino que ya está detrás de mí. No quiero girarme y no disfruto del paisaje agreste que rodea esa mole rectangular de piedras milenarias. Sólo por sensibilidad extrema distingo el olor a menta y a hinojo silvestre.
¿Qué impulso hizo que cruzara este puente? ¿Por qué no vuelvo sobre mis pasos? ¿Qué desafío del destino hace que me halle en este momento caminando cerca de los acantilados del castillo?La luna da de pleno en el agua. Mi inquietud se disipa por unos momentos y me siento en una roca disfrutando del espectáculo. Solo se oye el sonido del agua ahora más intenso, golpeando, horadando...
El silencio es denso como los muros grises del castillo. Giro para verlos, ahora sé que estoy sola, no sé si tranquilizarme o no, pero estoy aquí y tengo que echarle valor. Lentamente me despego de la roca e incorporándome sigo mi recorrido.
Sé que me encontraré con el hombre y seguramente con la mujer. El aire perfumado de sal, yodo y hierbas se mete en mis fosas nasales deleitándome, el camino se estrecha y las peñas caen rectas hacia el mar. Me arrimo a los arbustos sintiendo la energía de los muros.
Miro el reloj, once treinta. Irónicamente pienso:
- Casi es hora de brujas -
Por otra parte me digo:
- Ya tendría que haberme encontrado con el hombre, es casi la mitad del recorrido en círculo…
Dudo entre retroceder o seguir avanzando. El camino sigue ahora entre un gran muro de contención y los altos arbustos que dibujan sombras un poco siniestras. Detrás del muro, el mar abierto golpea fuerte e insistente en un aviso de presencia incontenible que vibra bajo mis pies. Su sonoridad es profunda y retumba en los oídos y en el cuerpo.El viento sopla libre desde el mar, abate las piñas del pino milenario y éstas caen sobre el camino.
Casi al llegar a la curva que lleva nuevamente al puente, veo al hombre, el también se ve nervioso, nada que ver con su andar en el paseo. No viene en dirección a mí sino que vuelve desandando el camino. Sopeso la idea de hacer lo mismo pero sigo avanzando, al terminar el recodo veo a la mujer sentada en una roca, mirando el mar.
El se detiene a su lado. Paso rápido cerca de ellos, no los miro, los tres murmuramos un saludo que el mar apaga. Él parece nervioso. No me extraña, yo estoy igual, somos tres personas solitarias con las mismas sensaciones.
Al divisar el puente escucho gritos a mi espalda. Acelero y llego a él. Siento el resonar de mis pasos en los anchos listones de madera. No está fresco, pero estoy temblando. Al llegar casi al centro del viejo puente reconozco los pasos rápidos de la mujer, corre más que yo, casi inmediatamente me alcanza, por ósmosis mis pasos se aceleran y también comienzo a correr.
Al llegar al paseo ya no diviso a la mujer que se perdió entre los coches, me vuelvo y tampoco veo al hombre.
La cafetería me acoge con sus luces deslumbrantes y su ambiente bullicioso.
Poco a poco me voy calmando, después del café, a desgano y aún con el corazón algo palpitante decido ir hacia el coche.
Miro hacia el Castillo, el mar continúa batiendo sobre las rocas desiertas y las luces siguen iluminando imperturbables las antiguas piedras del edificio. Regreso a casa pensando lo impresionable que puedo llegar a ser en un entorno diferente.
Las noticias del día siguiente relatan que entre las rocas del acantilado del Castillo de Santa Cruz, cinco metros más abajo, hallaron el cuerpo de un hombre sin vida.
Imagino al desconocido.
Inerte sobre las últimas peñas puntiagudas, con los ojos vacíos fijos en el cielo oscuro, la luna reflejada en ellos y las olas batiendo alrededor… salpicando su cuerpo…