Entró a la cafetería de la estación y dejó el chorreante paraguas en el paragüero.
Pidió un café con leche caliente y dos tostadas. El cristal empañado no dejaba ver hacia el exterior.

Se adentró en sí mismo rememorando el clásico olor de los desayunos de su niñez. El padre en una punta de la mesa, su hermano menor, él mismo con su pelo liso y reluciente, la madre solícita...
El camarero trajo lo pedido. No cabían las comparaciones, aunque también fue reconfortante beber ese café con leche. Pagó, salió, subió al autobús. Su pelo blanco y raleando se reflejaba en el cristal de la ventanilla.
Al llegar a su ciudad natal y bajo la llovizna implacable se acordó de su viejo paraguas. El también pasaría a ser parte de sus recuerdos.