Ella prometió a su hijo Juan que festejaría
su décimo tercer cumpleaños en casa, ahora no estaba segura de haber hecho lo
correcto.
El salón
ornamentado con guirnaldas, globos, leyendas de feliz cumpleaños ya no le
parecía tan acertado. Su hijo era mayor, una leve pelusilla sobre sus labios,
aunque rubia, ya denotaba cambios hormonales incuestionables. Esto se hizo más
notorio al ver llegar a sus amigas de esbozadas formas, unas con coquetería
manifiesta y otras con más timidez.
Piernas, brazos y ombligos al aire, peercens, pelos con
mechones de color, plataformas, pantalones ajustadísimos, shorts y minis muy minis, blusas mínimas eran un todo
que se movía produciendo efectos de
color contrastantes.
Risas, sonrisas,
chillidos, miradas tentadoras, aproximaciones y retiradas se mezclaban en la
danza. La actitud de Juan y sus amigos en la reunión, también era sorprendente.
Sus cuchicheos, sus miradas, aunque no exentas de un rastro infantil, denotaban
intereses más profundos y necesidades más imperiosas.
Con marcada
tendencia conquistadora se acercaba, miraba profundamente a las chicas, las
pupilas encendidas, rozando brazos y acercando a mínimos las cabezas, probando,
tentando.
Ernesto prometió
llegar temprano. Roberto y Germán solventaban la situación con una leve
complicidad hacia el grupo. Los raros efectos de luces modificaban los
movimientos de la danza, los destellos rapidísimos, rítmicos, regulares y
prácticamente instantáneos, permanecían una fracción de segundo, luego en igual
fracción oscuridad y vuelta a brillar uniéndose al ritmo de la música. Todo
hacía que a pesar del bullicio la escena se asemejara a las viejas películas mudas.
Lucía sí que
estaba muda. En un rincón, fascinada, casi hipnotizada optó por ir a cambiarse
antes que llegara Ernesto. Se puso algo más “moderno”. Luego se acercó a
Roberto ofreciéndole un refresco. Su hermano usaba los recursos del
sintetizador produciendo sonidos de tambores, címbalos, explosiones, truenos,
olas. Consustanciado por la aceptación de los jóvenes, las luces y por sobre
todo por la alegría de su sobrino, parecía haber rejuvenecido y también él se
contorsionaba y movía pies y brazos en su lugar.
Germán era más
calmo, Lucía miraba a sus hermanos como parte de las infinitas facetas de las
luces viendo en ese momento y lugar, cosas que desconocía de ellos.
Su marido llegó
para sacarla de sus reflexiones. Saludó a Juan con las clásicas palmaditas y el
beso diario. Juan se movió rápido, como si ya fuese grande para esas
demostraciones en público. Sí, el hijo había crecido. Tanto, que con desconocido gesto caballeroso distribuía vasos, sandwichs, pizzas y bebida entre sus alborotadores
amigos.
Lucía se acercó
para tener el privilegio de ser servida también, pero en clásico gesto
doméstico Juan le pasó la bandeja para deshacerse de ella. Se asombró de la rapidez con que su hijo se liberó de las dos.
Ernesto como era habitual en él, con infinita paciencia,
depositó la bandeja sobre la mesa y la tomó de la cintura obligándola a
moverse al son de la nueva música.
Juan los miraba de reojo, ella no quería saber lo que
estaba pensando, sus amigos se dedicaban a las jovencitas, comer y bailar.
Algunas chicas los miraban soñadoras.
Sus hermanos en lo suyo, participando del movimiento
general.
Percibía aromas
que le llegaban mezclados, perfumes, comida, transpiración, calor de
iluminación, pero el más nítido era el que emanaba del cuello de Ernesto cada
vez que se aproximaba con cierto dejo seductor.
Dentro del gabinete acústico los parlantes reproducían
graves y agudos, ruidos y armónicos acompañando el cambio en la nueva
estructura familiar sin que en ella existieran deformaciones perceptibles.
El fenómeno estroboscópico lo llenaba todo de una rara
magia cambiante.
Lucía integró la nueva experiencia a su ser y se dejó llevar...
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